Tal como todo maestro, alguna vez me he preguntado por el verdadero significado de la palabra que da nombre a nuestra profesión. El enigma surge apenas entramos en contacto con la infancia viva, cuando nos topamos con sus inquietudes, sus preocupaciones y sus desafíos. De inmediato, descubrimos que el niño no es ese recipiente apacible, estático y uniforme que se nos había descrito ingenuamente en la facultad, ni tampoco un proyecto pendiente a trabajar según exigencias ajenas y sin rostro como las del Estado o de la familia, sino un sujeto nuevo, único e irrepetible, a merced de sus anhelos, propenso a sus impulsos e indefenso ante sus necesidades. No estamos frente a esculturas inconclusas, conformadas por materia endeble y moldeable, sino ante seres provistos de movimiento y de reacción, confusos y desconcertantes, que requieren de nuestro empeño para terminar de consolidar su propia identidad, para fundar lo que habrán de ser en el futuro. El choque con la infancia nos lleva a replantear lo que creíamos saber acerca de la educación, y partimos en busca de respuestas.

En su acepción más antigua, el de la Grecia Clásica, paidagogos era aquel esclavo encargado de orientar o conducir al niño, a lo largo del arduo y penoso camino de su crecimiento, hacia el destino ideal de la adultez, representada por la capacidad de ejercer la ciudadanía. Se trataba de un esclavo, pues en aquel entonces se consideraba que la enseñanza y el cuidado de los niños eran tareas indignas de un hombre libre, y porque estaría sujeto a las órdenes de sus amos, sin libertad sobre las lecciones que se iban a impartir. Con el tiempo, la noción de pedagogo evolucionó hasta desembocar en el didáskalos, el buen instructor, quien inculcaba en los hijos de los ciudadanos los valores de la Polis establecidos por los poemas homéricos y fomentaba el uso adecuado de la retórica a cambio de una paga justa por sus servicios, esta vez ya posicionado como un hombre libre. En cuanto a su origen latino, educatio, se hace referencia también al acto de conducir o guiar al niño hacia el exterior, que era la vida fuera del hogar o la vida pública, y comparte elementos con la idea primitiva de cultura, cultum, que consistía en desviar el curso natural de un río para regar los campos y así obtener los frutos deseados. Revisar diccionarios y etimologías ofrece ciertos indicios acerca de la definición de maestro, arraigada en un contexto en el que la enseñanza estaba orientada exclusivamente a la formación política y en la que se detectan conceptos inherentes a su desarrollo, como la de transformar a un individuo en un miembro benéfico para la sociedad, pero dichos indicios no alcanzan para dilucidar una idea clara y plena sobre lo que somos y sobre lo que hacemos.

Ante dicha carencia, acudimos a los grandes sistemas de pensamiento con tal de entregarle un sentido o propósito a nuestras acciones, un argumento que sostenga nuestra valía y dignidad cuando nos toque afrontar la vida en comunidad, una aspiración que nos permita recobrar la fuerza y la esperanza cuando seamos arrojados al campo de la incertidumbre. Así pues, tenemos a Sócrates, quien invitaba a los maestros a ser los ‘parteros’ de la consciencia, los que despiertan el ímpetu y el amor por el conocimiento; a Platón, quien les asignó la misión de ser los ‘guardianes’ o perpetuadores de la tradición, base primordial del tan codiciado proyecto de la República; a Aristóteles, para quien la felicidad era el objetivo último del hombre en sociedad y a la que solo se podía acceder a través del perfeccionamiento de la virtud y de la razón, recayendo en los maestros el arte de entrenar a los niños en dichos dones. Continuando en la historia, tenemos a Santo Tomás de Aquino, quien confiaba en que el alma humana podía mantenerse buena si reconciliaba la fe con la ciencia, y en que el maestro sería el encargado de potenciar la bondad y la inteligencia que Dios les había obsequiado en su infinita sabiduría; a Jean Jacques Rousseau, quien defendía que el mal solo se encontraba en la sociedad misma, por lo que el maestro debía resguardar al niño de los peligros y de las influencias que acechaban en las ciudades hasta que este pudiera ejecutarlo por cuenta propia como adulto racional y libre; y a Paulo Freire, para quien la educación era el único medio de evitar la desigualdad, fuente de todas las injusticias y los sufrimientos humanos, por lo que el maestro tenía la obligación de renunciar a su dominio para mostrarle al niño los bienes que traen consigo la solidaridad y el entendimiento mutuo. Sin embargo, aún bajo el amparo de los que saben, la infancia aguarda por ser atendida mediante una habilidad que no se adquiere con libros de texto. No existe un manual para maestros, no aprendemos a educar de la misma manera en que enseñamos a niños y adolescentes, y no hallamos respuestas para nuestras angustiosas dudas en las salas universitarias ni en los debates académicos. Permanecemos en la incógnita y nos convertimos en extraños para nosotros mismos. ¿Qué significa, entonces, ser maestro? ¿Qué es lo que realmente nos impulsa y nos motiva a enseñar? Y más aún, ¿qué implica decidirse a educar en una sociedad como a la que pertenecemos, la nación peruana?

Tales preguntas no pueden responderse de otro modo que no sea por el propio sentir del niño. La esencia de nuestra labor no radica en la propiedad del conocimiento, sino en el vínculo que forjamos con aquellos que nos escuchan, en un supremo esfuerzo de atención y confianza, esperando que seamos sus guías en la oscuridad de la ignorancia y sus refugios mientras dure el crudo invierno del dolor. Ellos reciben de nosotros, lo queramos o no, las mismas armas con que afrontamos la vida adulta. Perciben nuestro desgano, enojo y cansancio, incluso cuando pretendemos evitarlos, tanto como absorben nuestra fortaleza, serenidad y pasión, por lo que dependerá de nosotros determinar lo que transmitiremos a sus almas, preservar lo que las nutre y descartar lo que las descompone. La labor del maestro consiste, en realidad, del cuidado del alma, de aquello que crea la concepción que el niño tendrá de sí mismo, no solo cuando arribe a la adultez, sino especialmente mientras todavía se encuentre bajo nuestra responsabilidad. De allí que sean los niños nuestros auténticos maestros, los que nos enseñan a confrontar la apatía, el egoísmo y el desconocimiento para brindarles la satisfacción de haberse superado, la seguridad de habitar un aula digna, el orgullo de atreverse a conocer y, en suma, la alegría de vivir como tal. Alguna vez, cuando presenté la misma pregunta que inició este artículo a la persona me inspiró a aceptar la labor educativa, me respondió: “Maestro es quien aprende más de lo que enseña, y lo que distingue al buen del mal maestro es cuánto sabe elegir entre trasmitir sus fortalezas y transmitir sus debilidades.” Comprendí entonces que el maestro se define por la voluntad de aprender de sus propios estudiantes con tal de guiarlos hacia un buen destino o hacia la pérdida total de su humanidad, y que la consciencia de su responsabilidad es lo que lo motiva cada día a regresar al aula a enseñar.

Son los niños quienes nos definen a nosotros, y el mayor principio que rige nuestra labor es el amor pedagógico, es decir, el amor a la infancia, cuya principal protectora es la educación. En un país como el Perú, donde las adversidades que flagelan a la infancia son capaces de quebrarla por completo, y con ella también a los maestros, la educación solo logrará prevalecer gracias a la firme convicción de que nuestra labor pedagógica valdrá lo que valen la felicidad y la integridad de los niños que están a nuestro cargo, y gracias a la esperanza de que serán ellos quienes construirán un mundo en el que la predilección por el bien triunfe sobre el gusto por el mal. Aunque quedemos relegados al olvido, parte ineludible de nuestro trabajo, habremos cimentado los suelos para que esta gran estructura que llamamos nación se sostenga sin colapsar y perdure hasta convertirse en un hogar digno de ser habitado por aquellos que nos precederán. Al respecto, el siguiente artículo abordará las mayores adversidades que debemos afrontar como educadores de la sociedad peruana, y cuál es el rol que debe asumir el maestro como garante de estos cambios tan urgentes a realizar.

Fuentes Bibliográficas:
-Abagnano, N., Visalbergui, A. Historia de la Pedagogía. 2016. Fondo de Cultura Económica.
-Arendt, H. Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política. 1986. Península.
-Carvallo, C. Diario Educar. 2005. Aguilar.
-Carvallo, C. Donde Habita la Moral. 2011. Aguilar.
-Ferrer Guardia, F. La Escuela Moderna. 2002. Tusquets.
-Freire, P. Cartas a Quien Pretende Enseñar. 2002. Siglo Veintiuno Editores.
-Nietzsche, F. El Porvenir de Nuestras Escuelas. 2009. Tusquets.

Gino Salcedo Saly-Rosas
Estudiante de Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Contacto: gino.salcedo1@unmsm.edu.pe